Llegó un punto en mi vida, que hundida en una profunda depresión, decidí tomar el camino fácil: entregarme a los vicios. Es así como me volví azucariómana. Consumía kilos y kilos del grano blanco cristalizado. No podía visitar café o bar sin robarme todos lo sobrecitos que me fuesen posible, así como tampoco visitar amigos sin querer lamer sus cucharas una vez que terminaban de revolver su te.
Mi vida se desmoronaba, mi ropa se hacía jirones gracias a los kilos que había engordado y estaba hecha una yonki de la glucosa. Varias veces fui ingresada a las guardias de los hospitales en un coma diabético. La última vez fue la peor, y es ahí donde el Estado decidió enviarme a una clínica de rehabilitación.
Pasé meses alejada del vicio, conociendo gente. Sus cuerpos, de los cuales cada uno cargaba un diferente grado de severidad adictiva, se apilaban uno atrás del otro, sea para ir al baño, para ir a buscar la comida o para asistir a las terapias grupales. Nunca pensé que podría ser así, pero puedo afirmar que estas últimas cambiaron mi vida. Ahí lo conocí. Su cuerpo era marrón y cuadrado. No podía evitar mirarlo sin querer lamer cada centímetro de su azucarado cuerpo. Era una Vauquita, la tableta de dulce de leche, que performaba como orador en las terapias grupales, intentando mostrarnos como vencer la tentación. También era sponsor de muchos de nosotros.
Y ahí me tocó a mi. El me ayudaba a mantenerme al límite de la tentación y yo iba enamorándome de a poco. Día a día, minuto a minuto, se iba transformando en una obsesión. En un momento todo fue demasiado para nosotros, perdimos la cabeza.
Y ahí me tocó a mi. El me ayudaba a mantenerme al límite de la tentación y yo iba enamorándome de a poco. Día a día, minuto a minuto, se iba transformando en una obsesión. En un momento todo fue demasiado para nosotros, perdimos la cabeza.
Salí de rehabilitación y me fui a vivir a su departamento: una caja amarilla y marrón, decorada con dos vacas pintadas en blanco sobre la pared. Era un monoambiente, pero acogedor. Vauquita, la tableta de dulce de leche perdió su trabajo, pero poco le importó. El amor era más fuerte.
Al tiempo nos casamos y el cura vivó: "los declaro vauquita y mujer". Nos fuimos de Luna de Miel, no importa donde. Es lo menos importante del relato.
Al tiempo nos casamos y el cura vivó: "los declaro vauquita y mujer". Nos fuimos de Luna de Miel, no importa donde. Es lo menos importante del relato.
Lo que si tiene relevancia, la verdadera relevancia, es que el zorro no cambia sus mañas. Sucedió todo a la semana de estar viajando. No pude resistirlo: comí a mi marido a pedazos. Fue mientras dormía. No pude soportar su azucarado cuerpo, rectangular, marrón, cargado del dulce de leche más excitante alguna vez creado por el hombre. Lo devoré, pedazo a pedazo. El parecía estarme agradecido.
Decidí no volver. Viajé por el mundo, bajó mi nueva identidad: una viuda negra. Me casé con chupetines, chicles, tuve sexo con Bananitas dolcas y Marshmellows. Todos tuvieron el mismo final: una petit mort literal. Sólo estaba con ellos para devorarlos a pedazos y saciar mi instinto de azúcar.
Estoy escribiendo mi declaración final. Evidentemente, estaba destinada a vivir el resto del camino en soledad. La policía aun no me ha encontrado.